Tributo a un carrito ‘estartala’o

Mi gran amigo de toda la vida, Jorge Hernández al volante de su primer carro: un Datsun 510 de 1970. A mediados de los ochenta, uno de sus hermanos mayores lo compró en $100 y se lo regaló para que pudiera ir a la universidad. Hoy rindo tributo a ese amado carrito ‘estartala’o que formó parte de nuestro corillo del vecindario. FOTO: Suministrada por Jorge Hernández

NOTA DEL AUTOR: Este es uno de mis primerísimos artículos periodísticos. Lo escribí allá para la década de los noventa cuando era un periodista principiante; un rookie. Lo titulé “Recordando aquel carrito viejo”. Más tarde, como a mediados de la década de los 2000, volví a publicarlo bajo el título de “El Doche” y lo adapté de acuerdo a los  autos de lujo que eran nuevos en esos momentos.

Esa es la versión que les comparto hoy, pero con un título muy propio a los días actuales. Espero que lo disfruten… y les traiga buenos recuerdos. De hecho, cuéntenme sobre los carritos ‘estartala’os que tuvieron o que todavía tienen.

-Andrés O’Neill

Tributo a un carrito ‘estartala’o

Guardadito en algún rincón de nuestras mentes, todos tenemos un automóvil al que le tuvimos gran cariño. Casi siempre es un carrito viejo que cuando lo recordamos se nos forma una sonrisa. Pudo ser nuestro primer carro, el que tuvieron nuestros padres mientras crecíamos o en el que aprendimos a guiar. Un carro que sentimentalmente, vale mucho más que un Mercedes-Benz SLR McLaren, un Rolls-Royce Phantom o un Corvette Z06.

Bueno, pues ese carrito viejo especial para mí fue un Datsun 510 cuatro puertas de 1970. Pertenecía a mi gran amigo y pana fuerte de toda la vida, Jorge Hernández, mejor conocido por los panas del vecindario como “Jorge el barbú”. Sí, porque para aquellos tiempos, Jorge tenía una barba muy frondosa.

100 PESITOS

Jorge recibió el carro como un regalo de parte de uno de sus hermanos mayores que lo compró por cien pesos y se lo obsequió para que fuera a la universidad. Esto fue en 1984, durante los años finales de nuestra adolescencia, los últimos años de una vida sin preocupaciones.

Para ese entonces, todos en el grupo de panas estábamos a pie, por lo que cuando llegó el Datsun de Jorge, ya todos teníamos carro. No sé por qué ni por quién, pero el carro quedó bautizado como “el Doche”.

“¡KLAN KUN! ¡KLAN KUN!”

El Doche reflejaba lo que habían pagado por él. El bumper del frente estaba doblado por la mitad con las esquinas hacia abajo, lo que le daba la apariencia (decíamos nosotros) de que iba enojado. La pintura, que en alguna ocasión había sido azul, estaba bien opaca y en algunas partes ya ni existía. Los asientos de vinil estaban rajados y se les salía la guata por montones. Al tratar de encenderlo, se escuchaba un ruido que hacía “¡klan kun! ¡klan kun!” y así continuaba varias veces hasta que por fin prendía.

Cuando Jorge lo lavaba, se ponía bien orgulloso de lo brillositos que le quedaban los cristales. Por supuesto, nadie tenía el corazón de decirle que era lo único en el carro que todavía podía brillar.

Su funcionamiento era la pesadilla de todo ambientalista pues humeaba más que un tren y en casi todas las salidas había que echarle un cuarto de aceite. También tenía un chimeo horrible. Cuando cogimos la fiebre de ir todos los domingos a surfear a Luquillo (sí gente, llegaba hasta allá desde Guaynabo), el Doche iba zigzagueando por toda la número 3.

MÁS GRANDES QUE MENUDO

Aunque estaba bien mata’o, nunca nos avergonzamos del Doche. Su  apariencia demacrada nunca nos quitó el fronte cuando llegábamos a los parties de marquesina. Esto gracias a un ego colectivo alimentado por nuestro guille de Bon Jovi. ¡Éramos más grandes que Menudo! La nota discordante era Jorge porque era cocolo. Sus pantalones brincacharcos tipo abuelito no iban a la par con nuestras melenas, mahones y chaquetas color turquesa o fuchsia tipo Miami Vice. Pero ser el dueño del Doche le daba el derecho de ponerse lo que le diera la gana.

¿LLEGARÁ O NO LLEGARÁ?

Andar en un carro ‘estartala’o es una parte tan esencial de la juventud como lo era soñar con librar la coca. No sé, pero el haber crecido sin haber andado en un carro que se estuviera cayendo en cantos, como que le quita un especial encanto a los años de adolescencia. En eso me dan pena los riquitillos que desde nenes siempre han estado trepados en buenos carros. O sea, nunca conocieron la emoción de ir a la playa sin saber si el carro llegaría. No supieron lo que era enrollarse las mangas de la camisa nueva para que no se mancharan al echarle aceite al motor en camino a una fiesta.

El Doche fue coprotagonista de muchísimas anécdotas. Hasta peleas a puños hubo dentro de ese carrito ‘estartala’o.

LA DESPEDIDA

Poco a poco cada uno de mi corillo recibió o compró su propio carro (todos también con muchas historias). Dejamos de depender del Doche. Salíamos en él solo cuando íbamos a algún lugar donde se podían robar nuestros autos más nuevos pues era obvio que ni siquiera lo mirarían.

Incluso, hasta el mismo Jorge tuvo la oportunidad de comprarse un carro mejor. Con lo que ganaba en sus rutas de repartir periódicos y otros trabajos, se compró otro carro mucho mejor y llegó la hora de despedirnos del Doche. Ahora le tocaba hacer feliz a otro (y quién sabe si a otro corillo de panas). Jorge lo vendió en 75 dólares, lo que probó ser una magnífica inversión ya que solo depreció $25 tras varios años de una pela muy abusiva.

Junto con el Doche se fue una etapa de nuestras vidas. Pero los recuerdos quedan para siempre y cada vez que hablo con alguno de los muchachos siempre sale a relucir el Doche. Hasta la última vez que estuvimos todos juntos en un mismo lugar, allá para el verano de 1991, nos reímos de nuestras aventuras en el Doche.

Aquel carrito ‘estartala’o fue una parte bien especial de nuestra juventud.

– Andrés O’Neill

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